lunes, 26 de diciembre de 2011

Duele, pero nadie, nunca más, llegará a acercarse tanto como para repetirlo.
Nada duele más que comprobar que estabas equivocada; que la persona correcta conseguirá siempre hacerte latir de nuevo, no importa lo equivocado que sea el momento, y desear, y más atardeceres y escribir sobre él todos los días.
Nada duele más que sorprenderte suspirando y, después, arruinarlo todo, asustarte como una niña de que alguien haya traspasado por fin tu frontera.
Que tenías razón, que mi/la puerta está abierta si quieres marcharte y también está abierta si quieres regresar. Sonreír tristemente pensando que algunas cosas están destinadas a estropearse siempre, como dos piezas de puzzle que simplemente no encajan, como dos bailarines que se mueven descoordinados, como las dos agujas de un reloj que avanzan rápidas una detrás de otra sin llegar nunca a alcanzarse. Y pensar que es cierto, que nada duele más que acercarse a unos milímetros de lo que quieres y no ser capaz de alcanzar la mano y cogerlo. Porque te mueres de miedo de dejar de quererlo instantes más tarde. Y pensar que nada duele más que reírte de lo equivocada que estuviste, de lo erróneas que eran tus predicciones y tus apuestas. Comprender por fin que esto es lo que hay y que en lo que a él respecta nunca fue tu decisión, siempre fue él el que dictaba las reglas aunque pensaras lo contrario. Y así descubres por fin lo que es querer, susurrándoselo a alguien en una noche de borrachera y entendiendo al fin que
amar significa desear que la otra persona sea feliz, poco importa si es contigo o si es con otra. Aunque el lugar que te pertenece en su mente lo ocupen los arcos de medio punto (y más difíciles). Y así, olvidando el pasado, odiando el presente y temiendo el futuro, escribir todo lo que piensas y, dentro de una botella, lanzarlo al mar a la espera de que él lo lea. 

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